Hombre viejo, con barba, indigente, calentandose las manos en un fuego hecho en un bidón
Literatura juvenil,  Relatos. Regalo de bienvenida

¡Feliz Navidad! Te dejo aquí mi regalo: un cuento navideño.

El viejo soldado

Diciembre desgranaba sus últimos días. El invierno, que había tardado en manifestarse, finalmente había decidido hacer su aparición con un rigor inusual. Los árboles deshojados tiritaban en los parques desiertos, bajo el gélido aliento de un viento que azotaba sin piedad la ciudad. En las lujosas avenidas los transeúntes, desafiando el frío, caminaban envueltos en sus confortables abrigos de indiferencia. Hacían sus últimas compras. El centro de la ciudad parecía un gigantesco escaparate de luces, un verdadero templo de la tentación. Todo estaba a la venta en aquellos días entrañables, ya que las campañas publicitarias habían conseguido convencernos, un año más, de que nuestra felicidad inmediata dependía de ese o aquel objeto. Era Navidad.

En nombre de esta fecha señalada, todos se amontonaban y se empujaban en las tiendas, por temor a quedarse sin aquello que, de pronto, se había vuelto absolutamente imprescindible para ellos. Las joyas, los perfumes, la ropa, y sobre todo la comida, iban desapareciendo de las estanterías de los grandes almacenes, en un derroche sin freno, una verdadera orgía consumista. 

Sin embargo, lo que para la mayoría de la gente significaba abundancia, alegría, fiesta y diversión, para otros muchos, más desfavorecidos, sólo evocaba algo terrible: el frío. Para los indigentes sin hogar, se estaba acercando una de las fechas más mortíferas del año. Aunque se les había excluido de la postal navideña de la ciudad, no hacía falta irse muy lejos para dar con ellos. Su mundo paralelo empezaba allí mismo, a escasas calles del centro, en lo que configuraba la vergüenza común a todas las grandes urbes del mundo: el gueto de los barrios miserables.

En sus calles, no brillaban las luces navideñas ni llegaba el sonido de los villancicos, no quedaba rastro del delirio consumista. Bajo la luz mortecina de sus escasas farolas, la basura desbordaba de unos contenedores que hasta los gatos parecían desdeñar. Las paredes leprosas de los edificios sin edad se elevaban como una protesta, con sus grafitis insultando al mundo entero, reflejando el hastío, la violencia, y el rechazo de los jóvenes del lugar a su mísero destino.

De vez en cuando, se veía pasar una sombra sin rostro, una aparición fantasmal que pronto desaparecía rápidamente de las calles abandonadas, de forma casi furtiva, como si huyera de un peligro inminente. Un poco más lejos, se divisaba en la penumbra la silueta insólita de un puente de diseño futurista. Parecía un insulto a la pobreza del lugar, pues era lo único que se había inaugurado en este barrio marginal durante décadas. La gente pedía más escuelas, más trabajo,  más seguridad, pero sólo se les había dado un puente, cuya única función era la de pasar por encima de la vía del tren, enlazando un descampado con otro. Era tan inútil como insólito, pero cuando llegaba el invierno, sus elegantes arcadas servían de cobijo a muchos indigentes. 

  Aquella noche, el viejo soldado se había instalado debajo de una de sus escaleras, para protegerse de la intemperie. Había llegado pronto porque tenía miedo de no encontrar un sitio en una de las noches más frías del año. Venía de ninguna parte, arrastrando su carrito, como la mayoría de la gente sin hogar. Allí dentro transportaba su vida entera, sus recuerdos y lo poco que quedaba de su identidad: la última muda de ropa limpia donada  por la beneficencia,  algunas fotos de la familia que alguna vez había tenido, y sus escritos, todos sus cuadernos de viaje, sus cartas, los diarios de miseria, que le habían ayudado a mantenerse vivo todos aquellos años, a pesar de sus profundas ganas de morir. 

El viejo soldado escondió su carro debajo de la escalera, contra uno de los pilares del puente, dispuso unos cartones y unos trapos en el suelo y se preparó una yacija para pasar la noche. Sabía que le quedaba poco tiempo. La pobreza había hecho verdaderos estragos en su cuerpo y su alma. Se lo confirmaba la mirada despectiva de la gente «normal», del mundo limpio y sano que, diariamente, pasaba lo más lejos posible del banco donde solía sentarse, despreciando su hedor y su pobreza. Se lo decía la tos que hacía arder sus pulmones, la sangre que escupía, la mugre que cubría su piel quemada por el frío, su cabello y su barba hirsuta donde corrían los piojos. Su cuerpo había enfermado a fuerza de alimentarse de despojos, y su alma también se había ido consumiendo día tras día, por culpa de la miseria. Había arrodillado su orgullo, pasando de la necesidad a la fragilidad, de la mendicidad al hambre, para finalmente llegar a la hostilidad, al odio, a la paranoia.

Ahora, al borde de la locura, se sentía pobre de solemnidad en todos los sentidos de la palabra, pero sobre todo huérfano de dignidad y cariño. No tenía nombre siquiera,  le conocían en la calle como el viejo soldado. Se acurrucó en su yacija, después de haber rellenado su chaqueta mugrienta de periódicos doblados, y en unos minutos se quedó adormecido, a pesar del frío y del insoportable hedor de su cuerpo. Había pasado todo el día bebiendo. No descansaba, nadie hubiera podido hacerlo en semejantes condiciones. No soñaba tampoco. Simplemente se escondía como un animal acechado en el fondo de un agujero, cerrando los ojos para recuperar algo de fuerzas  para el día siguiente. Atento a los incontables peligros de la calle, se sobresaltaba de vez en cuando, con todos los sentidos en alerta, por si tenía que salir corriendo para salvar su vida, pero la fatiga le venció y acabó durmiendo. 

Poco después, un grupo de cuatro o cinco jóvenes en completo estado de embriaguez bajaba la calle, bordeando la vía del tren. Estaban hartos de no encontrar diversión alguna y el alcohol exacerbaba su agresividad. De repente, uno de ellos reparó en el indigente que dormía bajo un montón de cartones debajo del puente.

—Tíos, por fin un poco de  juerga, mirad lo que hay allí.

—Gracias por el regalo, Papa Noel — se rió el otro.

—Vamos a darle un buen susto.

Y se acercaron sigilosamente. Cuando llegaron a su altura, el hedor les sorprendió y les hizo taparse la nariz.

—¡Qué peste echa el desgraciado!…

—¿Y qué esperabas? Sólo es basura, basura humana.

—Ya que no te lavas tú, vamos a ducharte un poco, cerdo —se burló uno de ellos. 

Apartó a patadas los cartones y comenzó a vaciar encima del anciano su botella de cerveza. Los otros, divertidos, no quisieron ser menos, y decidieron hacer lo mismo.

 El mendigo se sobresaltó y se despertó gimiendo, pero al verse acorralado, se quedó inmovil, sin atreverse a reaccionar.

—Tienes que cuidarte un poco más amigo, apestas. Qué pena, ya no me queda cerveza, pero, tengo una idea, un regalo de Navidad.

Desabrochándose la bragueta, empezó a orinar sobre el viejo soldado que intentaba en vano proteger su cara con sus brazos. El resto de la pandilla de desalmados le imitó, riéndose a carcajadas. Antes de marcharse, le propinaron unas cuantas patadas, y le insultaron hasta la saciedad, dando libre curso a su violencia, su rabia, y su rencor. El viejo soldado no respondió, ni intentó huir, sabía por experiencia que esto les provocaría aún más. Sólo aguantó y esperó a que por fin se cansaran de torturarle.

Por fin, se fueron. Se quedó solo, empapado en cerveza y orines, abatido, humillado. En su boca el sabor metálico de la sangre le recordaba los golpes recibidos, pero peor era el regusto amargo de su corazón. Tiritaba sin poder reaccionar mientras las lágrimas corrían sobre sus mejillas. Oyó una  voz en su interior:

—Si no te quitas esta ropa y te secas un poco, esta será tu última noche.

Cerca de las vías, encontró un viejo bidón que arrastró hacia el puente y lo llenó con cartones, trapos y periódicos. El fuego tardó en prender y cuando lo hizo, se elevó un humo denso y maloliente. El viejo soldado se sentó en unas cajas y acercó sus manos a la débil llama. Empezó a quitarse la ropa y la echó al bidón. La chaqueta caqui se volvió negra y comenzó a consumirse. El fuego cobraba fuerza. Mientras las llamas se elevaban y bailaban delante de sus ojos extraviados, frotaba sus manos entumecidas para entrar en calor. Salió del embotamiento mental en el cual había estado sumido durante los últimos años. Su cuerpo entero le dolía por la paliza recibida pero, de alguna forma, había despertado. Se acordó de que alguna vez, mucho antes, había tenido una vida, había amado y sido amado, había sido, él también, un ser humano. Basura humana, las palabras resonaban cruelmente en su mente. Intentó hacer memoria, preguntándose en qué momento su vida había basculado en las tinieblas. ¿Cuándo había pasado la frágil frontera que separa el mundo «normal» del inframundo de la miseria? 

Se quitó uno de los jerséis que llevaba y lo echó al fuego. Las llamas crepitaban y, de pronto, se acordó de otro fuego, mucho antes. Volvió a ver la chimenea de una casa, su casa. 

Allí estaba, delante de la lumbre, sonrió al verse de niño, asando castañas, y a su lado…

—Mamá.

Emocionado, tendió su vieja mano hacia la cara amada que le sonreía,  pero la visión se desvaneció. Intentó acordarse de cuándo y cómo se había alejado de una de las mujeres que más había amado en su vida. Entonces, la imagen de un joven subiendo a un enorme barco volvió a su memoria. Balbuceó el nombre del buque: «Le Pasteur».

Era joven, apenas tenía dieciocho años, y acababa de alistarse en el ejército francés, para ir a la guerra de Indochina. Dinero, aventuras, viaje, toda esa propaganda barata le había convencido. Lo había dejado todo. Se había marchado dejando atrás su madre viuda, sus hermanos. Quería ganar mucho dinero para todos ellos, y regresar rico y famoso, quería ser un héroe. Cerró los ojos y volvió a ver el primer campo de batalla, cuando el miedo le hizo tirarse al suelo aterrorizado, llorando y suplicando como un niño. En aquel momento, su capitán le había puesto una pistola en la nuca:

—Levántate y lucha, o te mato aquí mismo como a un perro.

Se estremeció. Busco en su carrito sus diarios. Tenía que volver a leerlos. Cuando lo hizo, volvió a sentir años después la soledad y el dolor, el miedo, los arrozales y las emboscadas en una tierra tan desconocida como hostil. Volvió a ver los cadáveres destrozados por la guerra y la tortura, los pueblos en llamas, volvió a oír los gritos y los llantos de los niños. Había dejado su juventud en aquellas tierras lejanas, y sus ilusiones. Su inocencia había quedado sepultada en la violencia de los combates, el vicio y la suciedad de los burdeles infames.

Arrancó las páginas y las echó al fuego. Siguió leyendo. A su regreso de Indochina, había encontrado  a su país natal Argelia sumido en la guerra, y había tenido que continuar con lo único que sabía hacer: combatir.

Allí, el horror se escondía bajo otras formas. Los arrozales y la humedad insoportable habían dado paso a las eternas dunas ondulantes del Sahara, al calor sofocante, a la falta de agua. Pero el miedo y la muerte, compañeros inseparables de  todas las guerras, seguían a su lado. Tantos amigos habían quedado atrás, tantos habían muerto en vano… 

El primer diario empezó a arder mientras sus manos temblorosas abrían un paquete de cartas, atadas con una cinta, con una mezcla de emoción y temor. No quería volver a sentir, no debía, sabía que de hacerlo, no soportaría  continuar con su miserable existencia. Por ello, todos aquellos años había aparcado su razón en un lugar inexpugnable de su conciencia y se había convertido en una bestia, una basura humana. Hoy, sin embargo, algo le impulsaba, le obligaba a volver a pasar por todas y cada una de las etapas vividas, a recapitular antes de…

La caligrafía regular de su amada le proyectó, en un segundo, cuarenta años atrás. Recordó su belleza, el olor de su piel, se acordó de muchas noches de pasión. 

—Te quiero Marcel, te quiero más que a mi propia vida. No soporto la existencia lejos de ti.

Se habían casado y, con la proclamación de independencia de Argelia habían vuelto a Francia, la patria que nunca habían conocido. Allí les esperaba el desprecio general de la sociedad. No solamente los consideraban como extranjeros, sino que además, él era militar, había luchado en dos guerras, lo que lo convertía en un asesino a los ojos de los demás. 

Después de años de calor sofocante, se tuvo que enfrentar al frío, un frío terrible que se metió muy dentro de su cuerpo y su alma. Desde entonces, nunca más había vuelto a entrar en calor, salvo esta noche. Los años siguientes habían sido otra forma de guerra, de  lucha por seguir adelante, criar a sus hijos y hacerse un sitio en una sociedad que le marginaba. Dejó las cartas caer una a una en el bidón y consumirse delante de sus ojos. Necesitaba más calor. Contempló las fotografías de sus hijos, y las volvió a guardar. Ellos no, no iba a entregarlos al fuego. 

¿Dónde estarían ahora? ¿Le habrían querido alguna vez? Hacía tanto tiempo que no sabía nada de ellos. ¿Cuánto tiempo? Desde que se había marchado de sus vidas, dejándolo todo atrás. Qué rápida fue la caída, qué fácil fue pasar de la luz a la sombra, de la vida a la agonía, de su hogar a la calle. Se quedó sin ella y no pudo superarlo. Sus hijos eran mayores y tenían su vida. Prefirió no decirles que, en el día en que se fue la luz de su corazón, enterró su vida en la tierra húmeda, junto al cuerpo de su madre. Empezó a beber para olvidar, para anestesiar el dolor y matar su memoria, para proyectarse en un universo ficticio donde en ocasiones la volvía a ver. Ellos no se dieron cuenta de su agonía, de su lenta degradación, vivían lejos.

Un día perdió el trabajo, luego se acabó el dinero, y finalmente le echaron del piso. No pidió ayuda, no avisó a nadie, recogió sus escasas pertenencias y desapareció.

Era su historia, pero hubiera podido ser la de cualquiera de los miserables que se ven un día condenados a vivir en la calle. La pérdida, el abandono, la desgracia, la mala suerte, la soledad…

En las llamas tiró otro de sus jerséis agujereados, su viejo pantalón, más cartas y fotografías. Se quedó de pie, casi desnudo, contemplando el interior de su carrito, en calzoncillos y camiseta, con sus esqueléticos brazos desnudos en la intemperie. Ya no le quedaba nada, solo las fotografías de su familia que apretaba contra su corazón; el resto, lo había devorado el fuego, como la desdicha y la miseria habían devorado su existencia. 

Levantó los ojos, contempló durante un instante la luna y murmuró: 

—El cielo está vacío, siempre lo estuvo. No existen segundas oportunidades, tú nunca las das…

Se volvió a sentar delante del fuego esperando el fin, consciente de que mientras duraba el calor, le quedaba un aliento de vida, pero que solo serían unos minutos más.

Su mente volvió a sumergirse en las tinieblas. El ruido de unas voces le alarmó y se sobresaltó. 

—Acercaos, si me queréis matar, estáis de suerte, ya no me queda nada por lo que luchar.

Aterrorizado, miró a su alrededor pensando que habían vuelto los gamberros para acabar con él. Pero solo vio las llamas, las llamas de un hermoso fuego crepitando en una chimenea. Acababa de despertarse en el salón de su casa, donde sus hijos y su mujer, en animada conversación, estaban preparando el árbol de Navidad. Su mirada se posó sobre sus seres queridos y sus ojos se humedecieron. Se levantó del sillón y fue a darles un beso a los tres. Luego, se dirigió rápidamente hacia la puerta.

—¿Qué te ocurre Marcel, te encuentras bien? ¿A dónde vas con el frío que hace? —le preguntó su mujer con una expresión de perplejidad.

—Voy a hacer una buena acción. Es un poco tarde, pero espero que no demasiado. Sé que te sorprenderás a mi regreso, pero prométeme que no te opondrás, aunque te parezca una locura.

—Si de verdad te parece necesario, y es algo importante para ti, estoy contigo, siempre lo he estado.

—Gracias cariño, jamás lo dudé. Por cierto, hazme un favor, llama a mamá y dile que finalmente vamos a ir a buscarla por Navidad.

—Eso ya lo he hecho, cariño, no te había dicho nada para darte una sorpresa.

Marcel salió a la calle rápidamente para que nadie le viera llorar.

Recorrió a buen paso las calles que lo separaban de los barrios pobres por los que había pasado en coche unas horas antes, y donde había visto unos gamberros molestar a un indigente. Le remordía la conciencia, porque había pasado de largo sin ayudarle, sin intervenir. ¿Estaría todavía allí? ¿Habría sobrevivido al frío? 

Debajo del puente encontró al viejo soldado, tiritando de frío casi desnudo, delante de un viejo bidón, donde agonizaban unas débiles llamas. Había quemado sus escasas pertenencias para calentarse. Al verlo, el hombre se acurrucó y se encogió asustado, pero Marcel lo tranquilizó.

—No temas amigo, no te voy a hacer daño. Vengo a buscarte.. No,  no es una broma, te lo puedes creer. Eso sí, te vas a tener que duchar, porque hoy es un día muy importante. No solo es Navidad, sino es el día en que la vida te va a dar otra oportunidad.

El vagabundo que no daba crédito, miró al cielo como para agradecer aquel regalo inesperado. Mientras empezaban a caminar, Marcel le pasó  un brazo alrededor de los hombros, como si no reparara en el hedor que desprendía y murmuró:—¿Sabes? El cielo no está vacío, no siempre.  A veces existen segundas oportunidades. Por cierto… yo también fui soldado, hace mucho, mucho tiempo.

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